Por Sergio González Levet
Llega una cierta edad en la que cumplir años produce un sentimiento encontrado. Ya es mi caso, y no de ahora. La nueva vuelta al sol, la cerradura de un ciclo, la apertura hacia nuevos sueños e ilusiones, ofrece un nicho de celebración que se ve amenazado en su alegría con las cuentas claras de los años vividos, que caen en picada y cada vez, terriblemente, son más hacia atrás y menos hacia adelante (inche aritmética e inche Pitágoras que nos enseñaste a contar).
Pero no, la edad madura trae también ciertos pensamientos salvadores que nos permiten seguir adelante (cada vez más y mejor con el auxilio de los avances médicos y tecnológicos). Algunos se aferran al concepto de juventud acumulada, otros prefieren olvidar la cuenta del tiempo y otros más se obligan a sentirse rejuvenecidos, con lo que abren un camino más expedito hacia el hoyo.
Cumplir años, finalmente, no es un acontecimiento… es un concepto.
Y cada quien lo interpreta como mejor le conviene. En mis años mozos, que los tuve no hace tanto, según creo, no me iba bien en mi cumple. De las fiestas infantiles llenas de piñatas y niños corriendo, muchas veces saqué un ojo morado y muchas lágrimas entre la turba que se arremolinaba en pos del don preciado de los dulces llenos de suelo y polvo y confeti, arrebatados por amor del carbohidrato, la perdición de los infantes.
La adolescencia y la primera juventud no me ofrecieron ningún acontecimiento gozoso en esos 26 de junio que empezaron a parecer una maldición, una profecía malévola, echados a perder por falta de imaginación o de ciertos afectos.
Llegaron los tiempos de la adultez, y la celebración anual terminó convertida en un gesto de alivio al final del día porque no había ocurrido ningún acontecimiento triste y/o devastador.
Y después, el santo convencimiento de que finalmente los 365 (o 366) días del año son cada cual una fecha, y se pueden celebrar igualmente como en la canción de Serrat: “Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así, un ejemplar único que te toca vivir”.
Ayer llegué a los 73 años, y no lo oculto, como el hecho de que soy feliz casado, con la mejor compañera del universo, de que tengo dos hijos que son un tesoro, y una nieta que es un sol, aunque se llame Luna, como bien dice Elsa.
Cumplir años sí da la oportunidad de que los amigos te festejen, que te deseen lo mejor, te reiteren sus afectos. Y en eso no tiene parangón el aniversario.
Yo, por lo pronto, sigo celebrando el valor de la amistad, y agradezco a todos los lectores conocidos y desconocidos que amablemente me hicieron llegar sus parabienes.
No tengo cómo pagarlo.
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