Allá por 1974 pasé un día por Naolinco en compañía de don Roberto Levet Guiochín, que a la sazón contaba con 84 años de edad muy bien vividos. El tío Robert, como le decíamos de cariño sus numerosos sobrinos, era lo que se llamaba un viajante de comercio: recorría las tienditas de abarrotes de los pueblos y levantaba pedidos para las fábricas de la ciudad de México, sobre todo en el ramo de la mercería: botones, hilos, broches, agujas, seguros de ropa, tiras de bies, encajes de guipiur…

Pasamos pues por Naolinco hace 50 años y el tío me contó que él había estudiado allí la primaria hacia fines del siglo XIX.

—Y creerás, chobino, que el pueblo está igualito que hace 70 años —me dijo sin asombro—. Parece que el tiempo no pasara por él. Siguen haciendo los mismos botines de rechín, marca Victoria, que mi primo Onesto, tu abuelo, se manda a hacer especialmente porque calza del número 30 y no hay zapatería que tenga ese tamaño.

Y si Naolinco permaneció igual por casi un siglo, si mi tío Robert viviera aún y pasara ahora por ahí, hubiera tenido que reconocer que había llegado un cambio fundamental en el último medio siglo.

¿Qué fue lo que sucedió? Que los artesanos zapateros por fin encontraron una forma de desarrollar su artesanía, pues se fueron a León, Guanajuato, donde la vida no vale nada pero el calzado vale oro, y aprendieron nuevas técnicas de producción, mejoraron sensiblemente la calidad de su producción y conocieron formas de comercialización mucho más afectivas.

La artesanía perdida entre los temperamentales cerros de la sierra naolinqueña floreció y se convirtió en una industria próspera, que ahora le da sustento y riqueza a dueños y empleados y que ha fortalecido la economía de la región.

Me entero a través del área de comunicación de la Legislatura (saludos, amigo Silverio) que el titular de la Jucopo, el profesor Esteban Bautista, y varios diputados más participaron junto con funcionarios del Gobierno del Estado y del Ayuntamiento de Acatlán en el programa para construir el mercado del calzado, en donde los artesanos de ese lugar podrán ofrecer sus productos en mucho mejores condiciones de comercialización, tanto para ellos como para los clientes, que irán llegando en número creciente en la medida en que se haga conocido el lugar.

Acatlán dista unos cuantos kilómetros de Naolinco y hasta ahí llegó la fiebre del calzado, al grado tal que muchos acatlanenses aprendieron el oficio del cuero curtido y a él se dedican con éxito.

Las artesanías mexicanas son oro puro cuando sus creadores aprenden a comercializar sus mágicos productos y actualizan sus técnicas de elaboración para mejorar la calidad de todo lo que comercializan.

He ahí una excelente oportunidad para llevar caminos que conduzcan a la modernidad y a la mejora continua de nuestros pueblos olvidados.

Y eso el profe Esteban lo sabe muy bien… y lo ejerce.

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