Por: Ernesto Zedillo Ponce De León
27 abril 2025
A diferencia de la actual reforma judicial, la impulsada por Ernesto Zedillo en 1994 fortaleció la independencia de la Corte, la dotó de profesionalismo y le brindó capacidades para fungir como contrapeso del presidente y el Congreso. La reforma hoy en marcha destruye todos esos avances, politiza la impartición de justicia y somete la Corte a los intereses de un solo partido. Las formas con las que el oficialismo ha impuesto su iniciativa –con mentiras, extorsiones y fraudes a la Constitución– dibujan de cuerpo entero un proyecto político que desprecia la ley, la división de poderes y finalmente la democracia. La eliminación de organismos autónomos, la ampliación de la prisión preventiva oficiosa, la desaparición del derecho efectivo a la transparencia, la cooptación de las fuerzas armadas y la captura del poder judicial –todas ellas acciones emprendidas por el partido gobernante– dejan al descubierto que la “transformación” buscada por Morena consiste en acabar con la joven democracia mexicana y construir en su lugar un régimen tiránico.
Siempre me pareció que proclamar como misión de su partido alcanzar la “cuarta transformación” –sugiriendo que la suya completaría las de Independencia, Reforma y Revolución– era un despropósito mayúsculo de Andrés Manuel López Obrador. Parecía inverosímil que alguien, incluso un demagogo como el fundador de Morena, se atreviera a compararse con los mexicanos excepcionales que habían logrado sentar las bases de nuestra nación. Por absurda que pareciera, su ampulosa proclama se convertía en un acertijo: ¿Cuál era la verdadera naturaleza de la transformación morenista en el poder? En los últimos meses de su gobierno y los primeros de su sucesora, Claudia Sheinbaum, el acertijo quedó diáfanamente resuelto: la transformación prometida era en realidad la de sustituir nuestra joven democracia por una tiranía.
Las verdaderas “transformaciones” que antecedieron a la “cuarta” de Morena son otras y están indeleblemente inscritas en nuestra historia. La primera fue aquella en que déspotas y caciques transformaron la prometedora independencia de la joven nación en miseria para el pueblo y en pérdida de gran parte del territorio nacional. Transcurrieron muchos años de empobrecedoras luchas fratricidas y desgobierno, para que los patriotas liberales llevaran a cabo la Reforma inscrita en la Constitución de 1857, lo que nos dio las bases para construir una república libre y democrática. Además, los liberales, con el liderazgo del presidente Juárez, resistieron y vencieron una invasión francesa que en complicidad con el bando conservador buscó imponernos a un príncipe extranjero como soberano.
Por desgracia, la ambición de poder de un gobernante terminó por volcarse contra los ideales de la Constitución liberal y transformó la Reforma en una prolongada dictadura. En 1910, el movimiento encabezado por Francisco I. Madero venció a la dictadura y restauró la república democrática. No obstante, las fuerzas del autoritarismo –siempre acechantes– no tardaron en conspirar y asesinarlo. Así, la democracia de Madero quedó convertida en una tiranía.
Los mexicanos se deshicieron en 1914 de aquel poder usurpador. La Revolución mexicana dio pie a la Constitución de 1917 y, al institucionalizarse, hizo posible un largo periodo de estabilidad y avance, aunque demoró la promesa de democracia que había dado origen a la propia Revolución. No obstante, gracias al empeño de ciudadanos, intelectuales y políticos de varias generaciones y distintas militancias, se dieron progresivamente reformas para hacer realidad la democracia que había prometido Madero. Cuando concluía el siglo xx, los mexicanos logramos por fin decir con orgullo que pertenecíamos a una nación con auténtica democracia, la misma que ahora los gobernantes de Morena están transformando en otra tiranía.
Mientras asegura continuar los avances logrados en la Independencia, la Reforma y la Revolución, el movimiento morenista está, en realidad, emulando los atropellos que se hicieron contra la Independencia, la Reforma y la Revolución. Los mismos que transformaron esos episodios extraordinarios y promisorios de nuestra historia en tragedias para la nación. Habiendo accedido al poder gracias a la democracia que, al cabo de muchas luchas, alcanzamos los mexicanos, López Obrador y su partido se han empeñado –y mucho han avanzado– en destruirla. De no corregirse, esta infamia tendrá terribles consecuencias para el presente y futuro del país. No solo cancelará oportunidades de desarrollo sino la libertad y los derechos fundamentales de los mexicanos.
La actual desventura de México me forzó a cambiar la decisión tomada, desde que concluí mi responsabilidad como presidente, de abstenerme de comentar públicamente los acontecimientos políticos de la nación. Lo hice justamente1 el día que López Obrador –en un 15 de septiembre, burlonamente, y con la presidenta electa a su lado– firmó la promulgación de la reforma a la Constitución, para destruir la independencia y el profesionalismo del poder judicial mexicano, a la que han seguido otras que completarán la tarea de demoler nuestra joven democracia.
La indignación que siento frente a esta realidad sería idéntica bajo cualquier circunstancia, pero el hecho de que por mandato de los mexicanos haya sido yo parte de la construcción de la democracia hoy asediada, me obligó a romper mi silencio para denunciar este histórico atropello.
Desde mi protesta como candidato a la presidencia, a lo largo de mi campaña electoral y al tomar posesión como presidente, me comprometí a emprender las reformas necesarias para hacer de México una verdadera democracia, por supuesto incluyendo su elemento indispensable: un poder judicial independiente. Ese compromiso obedecía a mi convicción de que México no había podido satisfacer las demandas de progreso económico, social y político porque fundamentalmente había fracasado en construir una democracia auténtica.
Desde el fin de la lucha armada revolucionaria en la década de 1920, nuestro país fue uno en el que, a diferencia de muchos otros de América Latina y el mundo, los poderes ejecutivo y legislativo se renovaban periódicamente mediante elecciones regulares y multipartidistas, aunque limitadas. A pesar de que la Constitución estipulaba la democracia como nuestro régimen político, las reglas formales e informales eran tales que, durante mucho tiempo, los partidos políticos distintos al PRI –mi partido– no tenían oportunidad de ganar esas elecciones periódicas. A nivel nacional y local, prevalecieron reiteradamente los gobiernos, tanto del poder ejecutivo como del legislativo, provenientes de un mismo partido, aunque con la regla de oro de no reelegirse. Esos mismos gobiernos eran los responsables de organizar y validar las elecciones. Sin duda, la estabilidad política que trajo el dominio de un partido único produjo un progreso económico y social significativo durante varias décadas y permitió la creación de instituciones importantes y útiles.
Pero también tuvo un alto costo: un ejercicio del poder arbitrario, sin controles ni contrapesos adecuados por parte del Congreso ni del poder judicial. Contrario a lo dispuesto en la Constitución, el Congreso no reguló las acciones del presidente y, en cambio, asumió que su papel era respaldar incondicionalmente al ejecutivo. Ese apoyo fue beneficioso para ciertos propósitos. Sin embargo, durante las épocas de mayores desafíos, ello también consintió el uso abusivo de la autoridad, lo que se tradujo en la formulación de políticas equivocadas que llevaron a graves crisis económicas e incluso a la represión política.
México nunca podría tener
democracia efectiva sin un
poder judicial profesional,
imparcial e independiente,
encabezado por una Corte Suprema
con esos mismos atributos.
La Constitución de 1917 postulaba la independencia e imparcialidad del poder judicial pero pronto, a través de una sucesión de reformas, se ignoró ese ideal. En última instancia, esas reformas buscaron, en general, ampliar la capacidad del presidente de la república para influir, e incluso controlar, a la Suprema Corte de Justicia, permitiendo que sus actos de gobierno se llevasen a cabo sin ser obstaculizados por un poder judicial independiente. Había múltiples medios de control del ejecutivo sobre el judicial, desde el nombramiento de los ministros y jueces hasta el control de su presupuesto. Durante la mayor parte del siglo xx, el poder judicial se transformó simplemente en una parte del sistema político de México, basado en el predominio de un partido, esencialmente al servicio del liderazgo en turno. Con frecuencia, la Corte dejó de proteger los derechos individuales, aprobó políticas y acciones gubernamentales que carecían de fundamento constitucional y limitó el acceso de los ciudadanos a la justicia.
Tenía claro que México nunca podría tener democracia efectiva sin un poder judicial profesional, imparcial e independiente, encabezado por una Corte Suprema con esos mismos atributos y además con la facultad adicional de declarar inconstitucionales las leyes y las acciones del gobierno cuando la razón jurídica lo ameritaba. Para subsanar la anomalía antidemocrática de no contar con un poder judicial independiente, a los cinco días de asumir la presidencia envié al Congreso una iniciativa de reforma constitucional. Expliqué públicamente a la ciudadanía la importancia de la reforma propuesta, pero lo que resultó también crucial fue acudir en persona a ambas cámaras del Congreso para solicitar de la manera más respetuosa a los legisladores de todos los partidos que consideraran seriamente la iniciativa, así como comenzar a trabajar juntos hacia una importante reforma electoral. En mis encuentros con los legisladores, la premisa fue siempre el diálogo con todos los partidos, jamás la imposición. Con modificaciones introducidas por el Congreso mismo en ejercicio de sus atribuciones, el logro de la reforma de 1994 significó una ruptura con el pasado cuasi autoritario de México, al cual contribuyó una Corte esencialmente subordinada al presidente de la república.
La reforma de 1994 fortaleció de manera significativa y sensata el control judicial y los poderes constitucionales de la Corte, dotándola de una amplia y más fuerte facultad de decidir sobre la constitucionalidad de los actos de autoridad y las leyes, y de derogar total o parcialmente la ley o el acto bajo su control. Fue provista de la capacidad para decidir sobre controversias jurídicas entre los gobiernos federal y estatales, entre los gobiernos estatales y los municipios, y entre diferentes municipios. Se le atribuyó la facultad de decidir sobre los casos de inconstitucionalidad interpuestos por solo un tercio de cualquiera de las cámaras del Congreso federal contra leyes o resoluciones federales, y por solo un tercio de las legislaturas estatales contra sus propias leyes o resoluciones estatales. La reforma no solo fortaleció el federalismo sino su capacidad de proteger los derechos de las minorías políticas. Además, la reforma creó el Consejo de la Judicatura, al que se encargaron funciones como administrar el presupuesto judicial, nombrar a los tribunales inferiores, determinar criterios rigurosos de mérito y desempeño, y establecer mecanismos de supervisión. En consecuencia, se fortalecieron los requisitos para elevar los estándares profesionales de los miembros del sistema judicial y se frenó la laxitud tradicional en los nombramientos y jubilaciones por motivos políticos.
Una vez promulgada la reforma del poder judicial, convoqué a todos los partidos políticos a iniciar negociaciones para una reforma electoral que hiciera de México una democracia plena y funcional. El país había avanzado en esa dirección desde la notable reforma política de 1977, a la que siguieron otras reformas a lo largo de los años, aunque ninguna alcanzó un resultado ideal. Las reglas y los procedimientos electorales habían evolucionado hasta el punto de garantizar un conteo exacto de los votos. Por esta razón, a diferencia de casos anteriores, ningún partido de oposición impugnó la legalidad de mi elección en 1994. Sin embargo, las condiciones para la competencia electoral seguían siendo inequitativas. No dudé en afirmar públicamente que mi elección había sido legal, pero no justa. Esa fue la manera de señalar mi firme intención de promover con seriedad y buena fe la reforma propuesta.
Las negociaciones que siguieron fueron arduas en extremo, por muchas razones. No solo los temas eran complejos y había que superar la desconfianza entre las partes, sino que debieron llevarse a cabo en medio de una terrible crisis financiera que se registró en el país al inicio del nuevo gobierno. Nos enfrentamos de manera firme a la crisis económica, con acciones dolorosas pero necesarias –y obviamente impopulares–, todo lo cual creó un ambiente político poco propicio para la negociación. Tuve claro que las duras decisiones que debía tomar para enfrentar la crisis animarían a políticos oportunistas y demagogos a lucrar políticamente con la situación. No me importó, pues mi deber no era ser popular sino hacer lo necesario para que México superara la amenaza de sumirse en el estancamiento económico y el retroceso social por muchos años. Con el esfuerzo de todos, se logró y en los siguientes cinco años la economía del país creció a un promedio anual considerablemente mayor al registrado en dos décadas y que lamentablemente no se ha repetido, al tiempo que pudieron emprenderse políticas sociales que combatían frontalmente la pobreza. Esto se hizo sin condicionamientos políticos o clientelismos electorales, pues tales condicionamientos son el trato más indigno y humillante a los grupos menos favorecidos. Pese a las dificultades, al cabo de dieciocho meses de arduos esfuerzos, el proceso llegó a una conclusión satisfactoria: todos los partidos acordaron una importante reforma constitucional que cambió radicalmente las instituciones, normas y procedimientos electorales.
Como resultado de esa reforma, el Instituto Federal Electoral (ife) se volvió verdaderamente autónomo respecto al ejecutivo. Entre muchos resultados importantes, la reforma estableció condiciones precisas para el financiamiento y el acceso a los medios de comunicación de los partidos políticos y sus candidatos a fin de garantizar la equidad en la competencia electoral. Asimismo, se estipuló el principio de que la autoridad electoral debe contar con recursos presupuestarios suficientes para cumplir con los más altos estándares en recursos humanos, equipo y todas las demás capacidades necesarias que exija el cumplimiento de su responsabilidad crucial de proteger el voto de los ciudadanos. La protección de este derecho fue reforzada con la creación de un Tribunal Electoral Federal autónomo dentro del poder judicial, para resolver todas las controversias electorales, al tiempo que dio a la Suprema Corte el poder de decidir sobre la constitucionalidad de las
leyes electorales tanto a nivel federal como estatal.
La elección de junio más bien
parece un ensayo de lo que
viene para futuros procesos
electorales federales y estatales,
donde la opacidad y el fraude, incluso
peores que en los viejos tiempos,
serán los rasgos dominantes.
Gracias a la reforma de 1996, los ciudadanos de la Ciudad de México obtuvieron el derecho a elegir democráticamente a su jefe de Gobierno, en lugar de que el cargo fuese designado por el presidente, como había sido el caso durante mucho tiempo.
La reforma de 1996 estableció las condiciones para que México tuviera por fin elecciones competitivas, imparciales y justas; en una palabra, impecables, como me había comprometido. Se contó con la participación honorable y enriquecedora de los dirigentes de todos los partidos políticos de entonces, a quienes siempre he guardado respeto y gratitud. Esa reforma, junto con la reforma al poder judicial de 1994, proporcionó las condiciones para una democracia con una verdadera división de poderes y una presidencia efectivamente equilibrada por los otros poderes del Estado. Ello marcó el fin de la presidencia autocrática y abusiva, y el ansiado arribo de una presidencia verdaderamente democrática.
Con las instituciones, reglas y procedimientos creados por ambas reformas, en 1997 se celebraron elecciones al Congreso federal. Mi partido perdió la mayoría absoluta de la que había disfrutado durante casi siete décadas y se inició una nueva era de gobierno “dividido”, pero ciertamente democrático. Además, las elecciones de 2000 produjeron, por primera vez en la historia moderna de México, un presidente de un partido de oposición.
Si bien con esas reformas México adquirió una verdadera democracia, no tuve la pretensión de que fueran permanentes y nunca necesitaran modificaciones. Entendía que la experiencia en su aplicación y, por supuesto, los cambios en las circunstancias internas y externas del país harían aconsejable y necesario, con el tiempo, introducir ajustes a lo establecido en las reformas de 1994 y 1996, así como buscar avances institucionales adicionales. Confiaba, sin embargo, en que cualquier nueva reforma reforzaría nuestra democracia hasta convertirla en sólida e irreversible, y que siempre se respetarían la legalidad, la competencia y la independencia tanto de las instituciones electorales como del poder judicial, como piedras angulares del sistema.
Desdichadamente, esa condición, indispensable para la existencia de la democracia, ha sido transgredida sistemáticamente por López Obrador, incluso desde muchos años antes de convertirse en presidente del país e indudablemente con mucho mayor agresividad desde que asumió esa posición. El expresidente atacó sin descanso la independencia y la capacidad institucional del Instituto Nacional Electoral (ine). Con justificaciones no apegadas a la verdad, no dudó en calumniar, insultar y amenazar tanto a la institución como a las personas elegidas para garantizar que el ine cumpliese su misión constitucional. Además, se aseguró de que el ine sufriera una reducción arbitraria y significativa de los recursos necesarios para su adecuado funcionamiento.
López Obrador siempre mostró un abierto y desafiante desprecio por las reglas y procedimientos establecidos en la ley sobre lo que el gobierno no debe hacer antes, durante y después de las campañas electorales. El entonces presidente y miembros de alto nivel de su gobierno y su partido violaron en numerosas ocasiones los principios de imparcialidad, neutralidad y equidad durante las elecciones federales y estatales para favorecer a los candidatos del partido gobernante. Cada vez que el ine advirtió al ejecutivo sobre alguna ilegalidad, su respuesta siempre fue el rechazo, la burla y el desacato.
Con el poder judicial fue igualmente agresivo: no solo cuestionó, al margen de los procedimientos legales, los fallos de jueces, magistrados y ministros cuando las opiniones o sentencias no eran de su gusto, sino que también calumnió e insultó a la institución y a miembros de la Judicatura en lo individual.
De todos los ataques de López Obrador a la independencia de las autoridades electorales y el poder judicial, lo que le resultó, con mucho, más beneficioso fue su estrategia de maniobrar para ocupar vacantes en la Suprema Corte de Justicia, el ine y el Tribunal Electoral, con personas dispuestas a obedecer sus indicaciones, incluso contraviniendo la Constitución y las leyes, personas que en repetidos casos ni siquiera satisfacían los estándares éticos y profesionales requeridos.
Fue notorio cómo creó, antes del plazo legalmente establecido para su sustitución, una vacante en la Suprema Corte, mediante amenazas y extorsión a un ministro. Las maniobras para colocar incondicionales en la Corte quedaron a la vista de todos con el caso de una ministra que había obtenido su título mediante plagios. Al quedar descubierta, lejos de renunciar al puesto, se aferró al mismo y ahora hace campaña para ser electa de nuevo a la Corte e incluso llegar a su presidencia. En contraste, cuando López Obrador promovió el nombramiento de una jurista preparada y honesta, que no se avino a sus consignas, procedió a decir que su arribo a la Corte había sido un error y sin ningún recato la calificó de “traidora”. Su mayor trofeo en el poder judicial fue haber doblegado, por medios aún desconocidos, al entonces presidente de la Corte, quien no solo validó acciones inconstitucionales del ejecutivo y el Congreso, sino que intentó, de modo ilegal, extender su periodo al frente de la scjn. Más tarde renunció a su posición de ministro antes de tiempo para ser asesor en el gobierno y, como tal, respaldar la nociva reforma al poder judicial, el mismo que lo había distinguido con su presencia. Además, con aquel retiro prematuro, el ministro le obsequió al presidente otra vacante que fue utilizada para degradar aún más la calidad y autonomía de la Corte.
El criterio de obediencia a los intereses del partido gobernante fue también el que prevaleció en los nombramientos en las vacantes de las autoridades electorales (ine y Tribunal), lo que llegado el momento facilitó la comisión de graves ilegalidades por parte de López Obrador y su partido. Las personas designadas por el presidente, quienes no mostraron la imparcialidad indispensable para aplicar la ley, otorgaron al partido oficial y a sus socios de coalición el 74% de los escaños en la Cámara de Diputados, pese a haber obtenido el 54% de acuerdo con las votaciones. El partido oficial justificó esa alevosa sobrerrepresentación, que violaba flagrantemente la Constitución mexicana, mediante una interpretación retorcida y mal intencionada de las reglas para la asignación de escaños a las coaliciones. Las autoridades electorales obsequiaron a Morena y aliados la mayoría calificada (más de dos tercios) en la Cámara de Diputados, lo que les dio el poder de aprobar iniciativas de cambios constitucionales. En el Senado, les faltaba un voto para alcanzar la mayoría calificada. Lo obtuvieron obscenamente ofreciendo a un senador de oposición impunidad para él y sus familiares, todos ellos acusados de graves delitos.
López Obrador no tardaría en utilizar las mayorías calificadas, obtenidas gracias a un fraude a la Constitución y a un acto mafioso, para ejecutar su venganza contra la Suprema Corte que, habiendo mantenido una mayoría para actuar con integridad y simplemente aplicando la Constitución, se le cruzó en su camino. Tenía lista su iniciativa de “reforma”, que en realidad buscaba demoler el poder judicial que había existido desde 1995, destrucción que comprende su independencia, estándares profesionales y demás capacidades de ese poder para impartir justicia.
La Cámara de Diputados de la nueva legislatura comenzó su periodo de sesiones el 1 de septiembre de 2024; el 80% de los diputados se desempeñaba en el cargo por primera vez. Sin tiempo suficiente para estudiar la iniciativa de reforma judicial ni discutirla, la mayoría calificada del partido oficial la aprobó el 3 de septiembre. El Senado hizo lo mismo ocho días después. Obsceno también fue el plazo de dos días en que las legislaturas estatales con mayoría oficialista ratificaron lo aprobado por el Congreso federal, sin sujetarse a los procedimientos establecidos por la ley. Así, el proceso legislativo para la aprobación de la iniciativa de López Obrador fue un gran fraude a la Constitución, y a las leyes y los regímenes interiores de las cámaras del Congreso. Categóricamente su aprobación constituyó una felonía histórica.
Con la mal llamada “reforma” judicial, todos los jueces, magistrados y ministros de la Judicatura federal serán removidos y sustituidos por personas supuestamente electas por voto popular. Estos comicios son una farsa no solo en su justificación sino también en su ejecución, como ya se ha puesto palmariamente en evidencia. En los hechos, el gobierno ha determinado a la mayoría de los candidatos, sin asegurarse de que sean realmente personas que reúnan las calificaciones profesionales y éticas para impartir justicia. Los requisitos para ser candidato a juez o magistrado son a todas luces ridículos. Además, no se están dando las condiciones para llevar a cabo la votación con equidad, pulcritud y transparencia. Con todo tipo de triquiñuelas, se están desechando las reglas y prácticas que garantizaban el respeto al voto de los mexicanos que existió desde la reforma electoral de 1996. La elección de junio más bien parece un ensayo de lo que viene para futuros procesos electorales federales y estatales, donde la opacidad y el fraude, incluso peores que en los viejos tiempos, serán los rasgos dominantes. Es palmario que toda la trama es para contar con un aparato judicial federal sujeto a la voluntad del partido que ya controla a los poderes ejecutivo y legislativo, partido que a su vez sigue controlado por López Obrador.
El procedimiento de elección se reproducirá en los poderes judiciales estatales. Es evidente que los miembros del poder judicial así instalados no deberán su puesto a las personas que voten en las elecciones judiciales –ya que esas elecciones serán una monumental impostura–, sino que esos miembros deberán su lugar a sus patrones políticos que los incluyeron en las listas electorales, así como a otros promotores cuestionables que bien podrían ser delincuentes que financian y apoyan sus campañas.
Habrá, por tanto, jueces, magistrados y ministros que obedecerán, no a la ley, sino al poder político dominante. Y por si hubiera dudas, no se olvide que el nuevo régimen dispondrá también de los medios para castigar a los “desobedientes”, como puede comprobarse con facilidad viendo lo que serán los órganos que sustituirán al Consejo de la Judicatura: un nuevo órgano de administración judicial y el vergonzoso Tribunal de Disciplina Judicial.
La reforma no ofrece nada que mejore la capacidad del Estado para procurar e impartir justicia. Nada tiene para alcanzar los cambios institucionales y los recursos adicionales –humanos y materiales– necesarios para hacer efectivo el derecho fundamental a la justicia. Además, se aleja, y mucho, de lo que debe existir en toda democracia: igualdad ante la ley, protección de derechos, imparcialidad, acceso a la justicia, capacidad de respuesta, transparencia, debido proceso y proporcionalidad. De hecho, está fabricada para violar prácticamente todos estos principios. Su intención es, para decirlo con simpleza, arrasar con el poder judicial como entidad independiente y profesional, y ponerlo al servicio de quienes detentan y concentran el poder político.
Todos los argumentos dados en su momento por el expresidente López Obrador, y repetidos por su sucesora, en defensa de esta atrocidad jurídica y política son falaces de principio a fin. Han dicho, por ejemplo, que en otras partes del mundo también se elige jueces por voto popular y mencionan a los Estados Unidos como referencia. Sin embargo, olvidan aclarar que esto nunca ocurre a nivel federal y que solo algunos estados lo llevan a cabo a nivel local. De hecho, el consenso de los constitucionalistas serios de todo el mundo es muy claro: la elección de jueces mediante el voto popular socava e incluso anula la imparcialidad, independencia e integridad judicial.
Otro ejemplo de manipulación con que el expresidente y la presidenta han defendido la remoción de toda la Judicatura federal y estatales como resultado de su reforma está dado por la maliciosa referencia a la reforma de diciembre de 1994. La presidenta incluso ha dicho que “Zedillo desapareció la Corte”, una afirmación por completo falsa. Con objeto de contar con una Suprema Corte compacta, competente y renovable, la reforma de 1994 cambió el mandato vitalicio por uno de quince años y ajustó su tamaño de veintiséis (al que se había llegado por razones esencialmente políticas) a once jueces. Este número era el que había dispuesto la Constitución de 1917. La adaptación a una Corte más pequeña planteó el desafío de no hacer diferencias irrespetuosas o interesadas entre los ministros entonces vitalicios. Para abordar esto de manera justa, la reforma incentivó la jubilación anticipada de todos ellos, lo que también permitió un retorno inmediato a la regla original de la Constitución de 1917, que obligaba al Senado a elegir a los jueces de entre ternas presentadas por el ejecutivo. Las personas propuestas debían cumplir con estándares específicos y de un rigor sin precedentes. El presidente dejó de tener la facultad de designar a los ministros, y por lo mismo no procedía que yo determinase quiénes de los veintiséis ministros debieran retirarse y quiénes permanecer para llegar al número reducido del nuevo tribunal. Esta es la causa de facilitar el retiro de la totalidad de los integrantes de la Corte en 1995. Las ternas que sometí al Senado se basaron en las propuestas hechas por las barras de abogados, instituciones académicas de derecho y distinguidos juristas, en las que figuraban unos pocos de los que irían a retiro. Me complació saber que con ninguna de las once personas elegidas en 1995 por el Senado para ser ministros de la Corte había tenido yo jamás una relación profesional, política o personal previa. Esa Suprema Corte de Justicia dio prueba irrefutable de su independencia durante mi gestión al fallar en contra del ejecutivo, que yo encabezaba, en asuntos muy importantes, decisiones que fueron invariable y plenamente respetadas por el gobierno federal.
Estos hechos, de los que dan rigurosa cuenta múltiples fuentes académicas y de información general disponibles, acreditan la naturaleza calumniosa de la referencia a la reforma de 1994 utilizada por el expresidente y la presidenta para abogar por su propia reforma. Concibieron la suya para subordinar el poder judicial al ejecutivo, de ninguna manera para independizarlo y fortalecerlo como se había logrado hace treinta años. Lamentablemente, la defensa pública de la antidemocrática reforma recientemente ha sido encabezada por la propia presidenta de México, quien no ha tenido rubor alguno para repetir los decires –incluyendo los insultos– que en su momento usó su antecesor para justificar el mayúsculo atropello; tampoco lo ha tenido para copiar los cuestionables métodos para imponerla.
Su reforma es llanamente antidemocrática, pues no solo acomete contra la necesaria división de poderes, sino que hiere de muerte la función de control de constitucionalidad que debe tener la Suprema Corte para revisar y evaluar si los actos y leyes del ejecutivo y el legislativo están conformes con la Constitución y, de no ser el caso, anularlos o declararlos inaplicables. El objetivo de invalidar esa esencial función de la Corte ha quedado incuestionablemente claro por la manera en que el partido oficial fue destruyendo las salvaguardas constitucionales que existían en su afán por impulsar una reforma violatoria de principios universales de justicia y derechos humanos.
Como era de esperarse, la reforma de López Obrador fue recurrida ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se requería que ocho de los once ministros de la Corte aprobaran el proyecto de dictamen que la hubiese declarado sustancialmente inconstitucional. Era un hecho que tres titulares, nombrados durante el periodo del anterior presidente y que sistemática y dócilmente respaldaron los actos de su gobierno, votarían en contra del proyecto. En el último momento a este grupo se le unió un cuarto ministro para oponerse a la sentencia, evitando así su aprobación. Francamente, este vuelco hizo recordar la manera en que el partido oficial había logrado la mayoría calificada en el Senado. El propio ministro explicó el porqué de su alineamiento con el oficialismo pero sus razones solo nutrieron la suspicacia. Su afirmación de que no votó por el proyecto de sentencia, porque nunca la Suprema Corte había declarado inconstitucional una reforma constitucional, es grotesca. Sencillamente, nunca se le había presentado a la Corte tal predicamento porque nunca se había pretendido cambiar autocrática y radicalmente el régimen político heredado de la Revolución mexicana. Ni siquiera durante el priismo hegemónico sus gobiernos se atrevieron a desechar formalmente –aunque su práctica dejó mucho que desear– la arquitectura institucional con democracia, división de poderes y derechos fundamentales, prevista en la Constitución de 1917, destrucción que claramente sí comprende la reforma judicial de López Obrador. Estuvo en las manos del ministro habilitar a la Corte para detener este atentado gravísimo contra la democracia y el Estado de derecho en el país. Con su voto en contra, para su deshonra, el señor ministro permitió un cambio fundamental en el régimen político del país para el cual, contra lo que dice falsamente la presidenta, el pueblo de México nunca ha sido consultado (mucho menos de modo alguno en las pasadas elecciones federales).
En su intento por asegurarse de que la Corte no declarase inconstitucional la iniciativa de López Obrador, el régimen de Morena llevó a cabo otro grave atropello: una reforma a la que tramposamente denominaron de “supremacía constitucional”. Aprobada como de costumbre de albazo y penosamente avalada por la presidenta Sheinbaum, esta nueva reforma establece que cualquier modificación a la Constitución, aprobada por el Congreso federal y ratificada por la mayoría de los congresos estatales, tendrá carácter definitivo y no podrá ser revisada ni declarada inválida por la Suprema Corte, incluso si entra en conflicto con otros artículos de la misma Constitución.
Con este acto criminal se elimina la posibilidad de que la scjn ejerza control sobre el contenido de las reformas constitucionales, incluyendo la revisión de su compatibilidad con principios de la más alta jerarquía, como lo son los derechos fundamentales o los indispensables para denominar a México como una nación democrática. En otras palabras, el gobierno de Morena se ha otorgado la prerrogativa de disponer, sin ningún control judicial, cambios constitucionales, aun si estos violan el respeto a los derechos humanos, la separación de poderes y las otras bases esenciales en las que deben sostenerse la democracia y el Estado de derecho. Este paso enorme hacia un régimen tiránico pone a México en situación de desacato de los tratados internacionales que, entre otras importantes materias, buscan promover, respetar, proteger y garantizar la supremacía de los derechos humanos en el mundo y en las naciones que los integran.
La imaginación es el único límite para las barbaridades que ya está cometiendo y podrá cometer el gobierno de Morena con la eliminación del control judicial sobre cambios en la Constitución. Piénsese que con su “supremacía constitucional” el régimen podría restringir drásticamente la libertad de expresión o de asociación, e incluso llegar al extremo de eliminar la no reelección presidencial –por la que se dio la Revolución mexicana, ni más ni menos.
La amplia puerta hacia el autoritarismo que el gobierno de Morena ha construido mediante una serie de actos ilegales y antidemocráticos se está usando sin pudor alguno. Esto es claro en el caso de la reforma judicial, pero igualmente en la eliminación constitucional de los llamados organismos autónomos, encargados de delicadas materias como el acceso a la información y la protección de datos, la promoción de la competencia y la prevención de prácticas monopólicas, la regulación en el sector energético, la regulación de las telecomunicaciones y la radiodifusión, y la medición de la pobreza y la evaluación de la política social.
Estos organismos fueron dotados, mediante la propia Constitución o las leyes, de independencia formal del gobierno, con consejeros o comisionados designados a través de procesos no solo con participación del Congreso sino también de la sociedad civil, lo que buscaba reducir la injerencia directa del ejecutivo. También fueron instruidos legalmente para operar con criterios técnicos, no políticos, consecuentes con decisiones basadas en estudios y evidencia objetiva, con la obligación de rendir cuentas al Congreso y transparentar su desempeño mediante reportes públicos. Al pasar esas funciones al control gubernamental, se crearán mayores espacios para la arbitrariedad, decisiones con fines exclusivamente políticos, opacidad y ocultamiento, y obviamente corrupción. El gobierno tendrá en sus manos instrumentos adicionales para acrecentar las clientelas políticas y fuentes de financiamiento encubierto de su partido, además de facilitar la corrupción de funcionarios gubernamentales. Con la desaparición de los organismos autónomos se está perdiendo otro importante contrapeso al uso abusivo del poder público, es decir se cercena otra parte del cuerpo de la democracia del país.
El régimen aprovechó su fraudulento dominio del Congreso para cometer otra tropelía contra la democracia y las garantías individuales de los mexicanos: establecer sólidas bases para la cooptación de las fuerzas armadas –histórica y ejemplarmente las de México se habían sujeta- do de manera legal y funcional al poder civil, a diferencia de otros países en América Latina– no solo al entregarles la Guardia Nacional –lo que únicamente ha ocurrido en países no democráticos–, sino, quizás de manera más siniestra, al dejarlas expuestas para que se conviertan en parte interesada en la preservación de un régimen autoritario y corrupto. Esto, por cierto, traiciona y elimina el principio existente desde la Constitución de 1857 de que las fuerzas armadas solo podrán ejercer funciones que tengan exacta conexión con la disciplina militar. En adelante esta importante precisión desaparece y quedarán a lo que las leyes, producidas por el partido en el poder, les requiera, eso sí, preservando el fuero militar y sin estar sujetas a las condiciones de transparencia y rendición de cuentas aplicables a los civiles que participen en actividades similares. Convertir a los ejércitos y a sus comandantes en cómplices de dictaduras latinoamericanas y de otras partes del mundo ha rendido excelentes frutos a gobernantes déspotas. Esta experiencia ahora se institucionaliza en México con Morena en el poder. Pero eso no es todo: la Guardia Nacional –ahora un órgano del ejército– podrá investigar delitos con autonomía e independencia del ministerio público. Las reformas recientes asimismo han dispuesto la ampliación de las causales de la ominosa prisión preventiva oficiosa, lo que hará más fácil que, con el solo señalamiento de la autoridad, una persona bajo investigación sea puesta en prisión, in- dependientemente de los méritos de la acusación, todo el tiempo que dure el proceso penal en su contra. A esta atrocidad, que es incompatible con las normas internacionales de derechos humanos, súmensele las limitaciones que el Congreso de Morena le ha impuesto también al juicio de amparo.
De esta manera, con la militarización de la seguridad y la investigación de delitos; con la cooptación corrupta de las fuerzas armadas; con la prisión preventiva oficiosa; con la ilegal intimidación fiscal que ya se practica cotidianamente; con la eliminación del derecho efectivo a la información y la transparencia –que además comprende la eliminación del portal que existió durante veintiocho años para conocer y revisar los contratos del gobierno federal–; y sobre todo con la ausencia de un poder judicial independiente, se alcanza con toda nitidez el retrato hablado de la estructura de un Estado policial propio de un régimen autoritario y represivo. Esas herramientas las podrá tener a su disposición el oficialismo para usarlas a plenitud cuando sus otros métodos de control político pierdan efectividad. Queda claro que el gobierno de Morena será inmensamente poderoso para combatir cualquier disidencia y pisotear todos los principios esenciales del Estado de derecho.
La desaparición del poder judicial independiente y los organismos autónomos, así como la preparación de un Estado policial, hieren gravemente a la democracia mexicana, pero el último clavo en su ataúd vendrá de la contrarreforma electoral en marcha, otro deshonroso legado de López Obrador que la presidenta Sheinbaum ha salido también a apoyar. De concretarse esta contrarreforma, se desaparecería al Instituto Nacional Electoral y a los órganos electorales estatales, para sustituirlos por un Instituto Nacional de Elecciones y Consultas que sería administrado por consejeros electos por voto popular, lo cual debe leerse que serían escogidos por el gobierno, si se toma como referencia la fraudulenta simulación en curso de elección de la Judicatura. Para ser precisos, la organización de las elecciones regresará al control del gobierno. Asimismo, se pretende reducir la Cámara de Diputados a 300 legisladores y la de senadores a 64. La representación proporcional pura que se anuncia haría que el partido oficial, de volver a adjudicarse el 54% de los votos, controlaría más del 80% de los diputados y más del 90% de los senadores. Se tendría en consecuencia un retroceso a la situación anterior a la reforma de Reyes Heroles de 1977, cuando la pluralidad y las minorías no tenían representación en el Congreso y el partido hegemónico se llevaba todo. Para cerrar el círculo del control de las elecciones, se busca acotar la lista de violaciones a las leyes electorales, reducir las penas por esas violaciones, y rebajar sustancialmente el financiamiento a los partidos y las campañas electorales.
Para destruir el órgano electoral que en pocos años llegó a considerarse un modelo internacional, se alega, entre otras insensatas razones, la búsqueda de ahorro de recursos públicos. Para la nación, tener una democracia limpia nunca será más caro que tener una tiranía sucia. Por eso, los ciudadanos debemos estar dispuestos a pagar por esa democracia ya que, sin esta, los costos serán mucho mayores en términos de progreso y libertades.
No se olvide que los que alegan la necesidad de ahorrar en el gasto para contar con democracia, son los mismos que tiraron el dinero demoliendo un aeropuerto de calidad mundial a medio terminar, construyeron un tren inútil que ha causado un daño ecológico irreparable en la península de Yucatán y despilfarraron casi 20 mil millones de dólares en una refinería de petróleo que no hacía ninguna falta dada la capacidad ociosa de refinación de crudo en el mundo. Fueron los mismos que decidieron ahorrar dinero cuando llegó la pandemia y, por ese ahorro, México tuvo una de las más altas tasas de mortalidad por covid y una de las contracciones económicas más severas, al tiempo que continuaban a toda marcha los proyectos faraónicos de López Obrador. Eso sí, el presidente confesó que la pandemia “le había caído como anillo al dedo”.
Debe notarse que la proyectada reducción en los recursos fiscales para los partidos de oposición, sus campañas y la organización de elecciones, ocurrirá en paralelo a cambios en otras disposiciones legales que exentarán a Pemex, la cfe y las fuerzas armadas de cumplir con las reglas de transparencia en la contratación de obra pública. No hay que ser suspicaz para ver lo que hay detrás de, por un lado, asignar menores recursos a la oposición y, por el otro, crear una “caja grande” para el partido oficial.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha cumplido hasta ahora su promesa de continuar sin desviaciones los proyectos de su antecesor. No cabe duda de que, en el más trascendente de ellos –la destrucción de la democracia mexicana–, la mandataria merece una nota de sobresaliente.
Para considerarse democrática, una nación debe tener Estado de derecho, elecciones libres y competitivas; división y equilibrio de poderes; un poder judicial independiente y profesional; garantía y respeto a los derechos y libertades civiles; acceso a la información y transparencia, con efectiva rendición de cuentas; y respeto a la participación y representación política, incluyendo las de las minorías. Todo esto lo están destruyendo el actual gobierno y su partido. Sin esos componentes esenciales, no puede hablarse de acatamiento a la soberanía popular, pues esta solo existe en la democracia. Por tanto, cuando la presidenta nos dice que México está por convertirse en el país más democrático del mundo, tristemente nos está mintiendo a todos los mexicanos. Que no nos engañen: nuestra joven democracia ha sido asesinada. ~
Este texto se basa en, y actualiza, la denuncia que expresé en la sesión inaugural de la conferencia anual de la International Bar Association el 15 de septiembre de 2024 en la Ciudad de México.