By Columna Invitada 3 de julio de 2025

Por Uriel Flores Aguayo

El Che Guevara habló del hombre nuevo como ideal de la revolución cubana; se supone que de ese movimiento social de corte radical iba a surgir un nuevo tipo de seres humanos: solidarios, cultos y de convivencia colectiva; todavía más, iba a surgir un hombre comunista. Partían de la más desproporcionada idealización de las personas. En otro contexto, algo similar pensaban los gobernantes en la Alemania nazi y la comunista Unión Soviética; los primeros con la superioridad racial (aria) y los segundos con los soviets o la colectivización. Algo similar ocurría en la China de Mao.

Era la exaltación de unas cualidades extraordinarias que ellos veían o suponían tenía la gente. En ese sentido, dado que perseguían la pureza y la felicidad humana, la confianza de su pueblo tenía que ser ciega y casi religiosa, aceptando los sacrificios que tan supremo fin les imponía.

Al poco tiempo los sueños estallaron y se vio que todo era fantasía y una forma fácil y hueca de justificar dinastías y concentración de un poder perpetuo. Fueron experimentos crueles y trágicos. Nunca existió algo que pareciera hombre nuevo, comunista o de raza superior. Todo fue un cuento de terror que sacrificó en la pobreza las libertades de sus sociedades.

No funcionaron esos sistemas porque van contra la naturaleza humana. Somos individualidad, competimos y queremos progresar, aquí y en todo el mundo. Es la condición humana. Eso no puede ser modificado por la retórica más explosiva, la demagogia más hueca ni por discursos grandilocuentes. No basta alabar al pueblo y hablarle de sus imaginarias grandezas. Ya lo vimos: esa especie de ideas integristas, que mezclan nociones religiosas y ven gente abstracta, son una vía segura al fracaso. La historia lo muestra.

El mesianismo, esa postura de salvadores e iluminados, trajo muerte y miseria. Sus bases conceptuales y el culto a la personalidad de sus guías no dejan lugar a dudas de que siempre terminan mal. Al final el individuo resurge, exige su lugar, y las fachadas se derrumban. La caída del muro de Berlín debería ser suficiente testimonio histórico para cuestionar la solidez de los regímenes autoritarios y la vida pública de escenografía. Aquellos gobiernos bajo el yugo soviético se cayeron casi solitos, se derrumbaron estrepitosamente. Un día los gobernantes hacían desfiles victoriosos y concentraban millones de gente que los festejaban, y al otro día salían huyendo o los fusilaban. Fueron fachada, poder en manos de un grupo. Eso sigue.

Por más control y adoctrinamiento social que hicieron la gente mantenía su fe religiosa, vivía normalmente y, sobre todo, mantenía su individualidad. La masificación y las ideas impuestas no le pudieron despojar su autonomía y su dignidad. Las dictaduras actuales no garantizan progreso ni libertades, por tanto caerán. El ser humano no puede fusionarse en la masa ni renunciar a vivir con su forma de pensar y en contacto natural con su comunidad. Puede votar y apoyar a algún partido, ser moderado ante los ascensos súbitos de ciertos grupos políticos y observar qué mejora de su vida cotidiana y los servicios indispensables, pero reaccionará y será exigente cuando el tiempo lo amerite.

Cometen un gravísimo error los grupos y líderes que concentran el poder: soberbia, despotismo y descomposición moral y ética. Aferrados al poder cometen todo tipo de abusos, sin faro de principios se comen entre ellos. Al final reprimen e inauguran su salida. Todo eso ya lo vimos.

Ahora se tendrá que repensar qué sigue. Cómo no cometer los mismos errores y barbaridades de aquellos lodos. Es imperativo ahorrar sufrimientos sociales por la ambición de políticos mediocres y ambiciosos. Es deseable que cumplan sus funciones y que lo hagan bien. Que pongan los pies en la tierra y se olviden de las utopías de papel.

Recadito: de pena el abuso de poder del Alcalde de Papantla.